jueves, 28 de septiembre de 2017

Some Girls


Para mí no hay duda al respecto: Some Girls (1978) fue el último álbum realmente necesario de los Rolling Stones. Si en ese momento la banda se hubiera disuelto no habría pasado nada en los planos discográfico y creativo, aunque haya que reconocer que millones de fans desperdigados por todo el mundo habrían dejado de disfrutar de unos cuantos y multitudinarios conciertos. Aclarado esto, tampoco hablamos de un nuevo Sticky Fingers o un nuevo Beggars Banquet, sino de un muy buen disco de una banda única que aún pisaba con fuerza y roqueaba sin el piloto automático.

Miss You es una sorprendente apertura en la que los Stones se entregan con elegancia a la música disco tan en boga a la sazón. El saxo de Mel Collins y la armónica de Sugar Blue calientan el tema en su segunda mitad, preparándolo para el potente When The Whip Comes Down, rock de crudas guitarras que Keith Richards y Ron Wood sacan chulescas a pasear. Just My Imagination (Running Away With Me) es un versión del clásico de los Temptations, pacífica pieza de soul orquestado que los Stones transforman en funk rock psicodélico. High energy blues de primera categoría, Some Girls es un medio tiempo espléndido y fornido en el que repite Sugar Blue. Uno de los rocanroles más agresivos jamás grabados por el grupo de Mick Jagger, Lies se suma al espíritu punk de la época. Far Away Eyes ejerce como vivo contraste, pues se pasan los Stones al country para seguir aumentado la variedad del álbum. Al igual que Lies, Respectable hace gala de la influencia punk al endurecer la herencia de Chuck Berry en una canción gozosa. En Before They Make Me Run Richards sustituye a Jagger y nos canta sobre sus problemas con las drogas con esa voz suya tan especial. Beast Of Burden es la balada del álbum, necesario y bello remanso en un elepé en el que domina la energía para hablar de los diferentes tipos de mujeres… y otras cosas. Shattered añade más rock and roll y guitarras al asunto y culmina el álbum. Siempre he pensado que es un tema que bien podían haber grabado Iggy Pop y James Williamson formando parte de Kill City, dicho como anécdota que en nada modifica el (notable) contendido del trabajo. De aquí en adelante —sin negar que haya buenas canciones— los Rolling Stones carecerán en mi opinión de importancia artística y se dedicarán a vivir de las rentas, aunque éstas sean de un nivel estratosférico. Cotejen Aftermath, Let It Bleed o este Some Girls que hemos juzgado con cualquiera de sus discos posteriores y me dicen.

lunes, 25 de septiembre de 2017

Melange


Sábado 2 de abril de 2016. Madrid. Sala El Sol. Llena ésta hasta los topes, la expectación es máxima por ver en directo a Melange, nueva banda madrileña que acaba de publicar un debut homónimo en forma de doble elepé y que la mayoría del público aún no ha catado, al menos en su totalidad. Formado por músicos de grupos tan ilustres como Lüger o RIP KC (aunque sean más), el cuarteto que ha registrado el álbum se ha transformado en quinteto en el ínterin que va de la grabación al concierto que vamos a presenciar en este segundo fin de semana de la primavera. Así es. Sergio Ceballos se ha unido a la banda tras volver de tierras austriacas y se prepara para que los acordes de su guitarra se sumen a los de la de Miguel Rosón, el bajo y el sitar de Daniel Fernández, los sintetizadores y teclados de Mario Zamora y la batería del otro Ceballos, Adrián, convertido desde hace años en un maestro de las baquetas.


Desde el comienzo de la actuación hasta su último suspiro las esperanzas se han hecho realidad, los rumores se han transformado en inapelables sentencias afirmativas: acabamos de vivir un espectáculo musical soberbio que el disco que adquirimos una vez finalizado nos debe confirmar. Su apariencia, para empezar, es inmejorable. La elegancia de su presentación, la belleza de la portada y lo fornido de ambos vinilos —añadido a la categoría escénica de la que hemos sido testigos— invitan al mayor de los optimismos. Al igual que los créditos. Sumándose a los miembros citados, descubrimos las colaboraciones de Carlos Domingo (guitarra en Verdiales del encuentro), Sara Muñiz (viola en Los ojos negros (bulerías de Düsseldorf), Nuevos ritos y Los ojos del mar), Luis Erades (saxo soprano y contralto en Tríptico de Tobalá) y Marcos Monge (clarinete bajo en el mismo tema), algunos de ellos habitantes temporales asimismo de las tablas de la Sala El Sol. Y por último (el plato va a empezar a girar), los títulos de las canciones, pues además de las citadas están Solera, Saquesufáh, Viaje a Cenera, Beti Jai (capricho sefardí) o Las dunas de Diabat, sugerentes, enigmáticos enunciados que invitan a la escucha de los sonidos que les dan sentido.


Quince en total, las piezas que conforman el trabajo nos mueven, según se amplían las escuchas, de la hipótesis y la conjetura a la epifanía plena de unas composiciones y unos intérpretes que huyen tajantemente de la clasificación. No es que no haya pasajes en los que a uno le vengan a la cabeza el space rock, el pop psicodélico, el rock progresivo español de querencia flamenca, el propio flamenco, el krautrock, las escalas arábicas o las bandas sonoras de los spaghetti westerns —sí—, pero aparecen entreverados de tal manera que abjuran del artificio o del ejercicio de estilo, entregándose a la vida que sus autores deciden darle y no a la repetición mecánica de algo ya sabido y ejecutado hasta la náusea. Si en experiencias anteriores con diferentes bandas los miembros de Melange todavía dependían mayoritariamente de factores exógenos (anglosajones o europeos), factores que se iban reduciendo y limando, en su arranque discográfico éstos pierden fuelle en beneficio de la idiosincrasia autóctona, sin que la influencia extranjera deje de estar allí. No sé si atreverme a calificarlo de rock de raíces ibéricas, en todo caso música personal que coge de donde haga falta para ensanchar su discurso y alejarse de ortodoxias, determinismos y militancias.


No hemos hablado de las voces (Rosón y Fernández) y coros (Zamora y Ceballos) que dan el empaque definitivo al elepé, y no podemos terminar este texto sin hacerlo. En setenta minutos largos que apuestan mayormente por lo instrumental, son esas voces y esos coros —de naturaleza matizadamente naíf— un instrumento más con el que jugar, no los encargados de interpretar unas letras con una melodía equis (archisabida y previsible).


La escucha atenta de Melange durante los últimos dieciocho meses me invita a declarar que estamos ante el mejor álbum (doble o sencillo) grabado en España en mucho tiempo, pero como dicho adjetivo (que seguiré utilizando, no se me asusten) me causa cada día un mayor repelús, diré que se trata del más genuino y especial. A la espera de que Viento bravo, a publicar en noviembre de este año, corrobore lo dicho de su primer plástico o lance al quinteto a la ciénaga de las grandes imposturas.

jueves, 21 de septiembre de 2017

American Beauty


En contraste con la América más desquiciada, eléctrica y psicodélica de los Stooges, Miles Davis y Funkadelic se me aparecen los dos elepés que en 1970 publica Grateful Dead, alejándose de sus propias incursiones ácidas para centrarse en un folk pausado y cuasi ascético que en American Beauty logra la perfección y el éxtasis de la sobriedad. Editado tan solo cinco meses después de Workingman's Dead, el álbum da con la jam band por excelencia entregada a la canción pura y dura, al arreglo suave y delicado y al sonido susurrado de predominio acústico. No es fácil describir la "belleza americana" lograda en su contención por el grupo de Jerry Garcia, hecha de calma y sencillez, de elementos sembrados durante los siglos XIX y XX que son recogidos cual epítome personal durante los cuarenta minutos largos que dura el disco. El country y el blues, pero también el pop, están en las diez canciones que, siempre a punto de romperse, juegan con la aparente fragilidad de una instrumentación llena de exquisito mimo. Las voces, las guitarras, los pianos, los órganos, las armónicas, las mandolinas, las baterías, los bajos y las percusiones llevan señales de Robert Johnson, Bob Dylan, Buddy Holly o los Beach Boys, pero construyen una realidad estética insobornable nacida de la necesidad de expresar unas inquietudes particulares. En los antípodas —volvemos al principio— de Fun House, Bitches Brew y Free Your Mind And Your Ass Will Follow, aunque de una riqueza musical y, a su manera, una intensidad equiparables. La otra cara de la moneda que la creatividad popular lanzaba al aire en los Estados Unidos al principio de la década de los setenta.

lunes, 18 de septiembre de 2017

En llamas


El segundo elepé de Nuevo Catecismo Católico (En llamas, 1995) iba a ser asimismo el último de su primera formación, quinteto diabólico que no hacía prisioneros ahí por donde pasaba su punk rock formado a partir de una amplia cultura musical en la que cabían high energy, heavy metal y hardcore. El disco mantenía las coordenadas salvajes de su debut mediante nueve composiciones propias y dos versiones de Burning (Like A Shot) y X (Los Angeles) que congeniaban sin problemas con el material de la banda vasca una vez adaptadas por ésta. ¿Los ingredientes? Una base rítmica furiosa a la que la velocidad no hace perder el groove, unas guitarras que generan riffs perfectos hijos de Chuck Berry, Fred Smith, Johnny Ramone y Eddie Clarke y un cantante con pocos amigos que pone voz a canciones cuyos títulos no son falsas alarmas: Sabes demasiado, Un nido de víboras (single cuya cara B era una lectura del I Won't Look Back de los Dead Boys), Nacido para molestar, La misma historia, etc. La marcha de Jorge Reboredo y Julen Atorrasagasti y la entrada de Iker Illarramendi —reduciendo el grupo a cuarteto— no harán mella en Nuevo Catecismo Católico, que seguirá registrando álbumes y temas contundentes y dejándose la piel sobre el escenario; sin embargo, la energía y la comunión conseguidas por los hermanos Ibañez, Arturo Zumalabe y los citados Reboredo y Atorrasagasti —los surcos de En llamas son taxativos al respecto— han dejado aquella formación original como la más especial que hayan tenido los guipuzcoanos. A pesar de que alhajas futuras de la talla de Generación perdida o Scarred For Life clamen por desdecirme.

jueves, 14 de septiembre de 2017

Don't Worry About Me


Muerto con solo cuarenta y nueve años en abril de 2001, será en febrero del año siguiente cuando vea la luz el debut póstumo de Joey Ramone, Don't Worry About Me, digna despedida de quien fuera cantante de uno de los grupos más excitantes que se hayan paseado por este planeta. Apoyado por el bajo de Andy Shernoff, la guitarra y la producción de Daniel Rey y las baterías de Marky Ramone y Frank Funaro, versionando a Louis Armstrong (What A Wonderful World) y los Stooges (1969) y contando con los coros de Captain Sensible en uno de los temas (Mr. Punchy), Joey Ramone se aseguraba un trabajo sólido que, sin brillar como las obras maestras de los Ramones, se disfruta de arriba abajo. Entre el pop y el high energy que inspiraron el punk rock de su banda de toda la vida, Joey construye un álbum que reivindica la vida frente a la muerte que se le viene encima perentoria e insoslayable —el final descarnado de ilusiones, miedos e incertidumbres sustituidos por la nada—, y que tiene su momento de máxima emoción en la tríada que cierra el plástico. I Got Knocked Down (But I'll Get Up), la lectura del clásico de Iggy Pop y los hermanos Asheton (con diferente base rítmica: Jerry Only y Dr. Chud) y Don't Worry About Me suponen —esperanzado, eléctrico y sentimental— un feliz canto del cisne que hace justicia a los orígenes musicales de Joey Ramone y recuerda que, además de vocalista único, también fue un buen compositor. Uno o lo otro, siempre en nuestra memoria gracias a las docenas de canciones que dejó grabadas para su disfrute eterno.

lunes, 11 de septiembre de 2017

Salvador


Estás solo con tu fusil
esperando el final,
Salvador.

Es 11 de septiembre de 1973.
No es Cataluña, no será Nueva York,
es Santiago de Chile.
Y da igual suicidio o asesinato.

Vas a morir
por culpa del fascismo:
del de la CIA y Pinochet,
del que hoy ataca a Maduro,
del mismo que aquí en 1936.

Yo ahora miro por la ventana
y te veo en el hombre que barre,
en la mujer que cuelga la ropa,
en el niño que juega al balón.

Tu rostro es el de la esperanza
en un mundo justo y libre.
El del fin de la infamia capitalista
y la estúpida despolitización.

Han pasado cuarenta y cuatro años,
pero tu ejemplo no se ha borrado.
Tu dignidad es la misma,
la desigualdad, también (o mayor).

Por eso te seguimos queriendo,
por eso necesitamos personas como tú,
por eso te llamo y te escribo.
Por eso,
Salvador.

jueves, 7 de septiembre de 2017

Sky Blue Sky


Si ya el segundo disco de cualquier banda trae discrepancias entre sus seguidores, una vez se ha llegado al sexto las disensiones se han hecho por lo general amplias e inevitables, sea por la tendencia de algunos a poner pegas a todo, por el pedigrí de autenticidad que se arrogan los fans primigenios frente a los recién llegados —sin el sedimento adecuado, dicen, que dan los años de escuchas y análisis— o por la crítica honesta y motivada. A estas razones habría que añadir, en el caso del Sky Blue Sky (2007) de Wilco, que se trataba del primer álbum en estudio que el guitarrista Nels Cline y el teclista y guitarrista Pat Sansone grababan con el ya sexteto de Chicago, aunque formaran parte de él desde 2004 y hubieran intervenido en el doble plástico registrado en vivo en su ciudad, Kicking Television. La polémica, como se dice en estos casos, estaba servida antes de que el trabajo viera la luz.


La querencia experimental de Yankee Hotel Foxtrot y A Ghost Is Born queda rebajada en Sky Blue Sky, no así la capacidad compositiva de Jeff Tweedy y, cuando toca, sus compañeros. Y, si no, que se lo digan a Impossible Germany, tercera pieza en encontrarnos y quizá la mejor escrita jamás por Wilco. Su original e inapelable estructura —que va de la languidez a la euforia— apela a Sonic Youth en sus notas iniciales —motivo que se repite en diferentes momentos del tema— para acabar haciéndolo a Thin Lizzy y Televisión en el soberbio juego de guitarras que el grupo se saca de la manga en un largo e inopinado pasaje instrumental. Allí donde el elegante solo de Nels Cline podía haber muerto se suma la electricidad de las seis cuerdas de Tweedy y Sansone y consigue una plenitud sonora que es puro prodigio.


Pero no solo de Impossible Germany vive el disco. Either Way lo ha abierto con una nana para adultos en la que Karen Waltuch toca viola y violín. La suavidad que informa You Are My Face es rota en un fragmento por una potente intervención de Cline, en una canción que no oculta la influencia de la banda de Tom Verlaine, influencia que, como se ha dicho, viajará a la siguiente, antológica y glosada composición. Folk y country nos susurran relajados en Sky Blue Sky, mientras que la espléndida Side With The Seeds es dominada por la calma del piano de Mikael Jorgensen y el órgano y el mellotron de Pat Sansone hasta que la guitarra de Nels Cline la rompe (en dos ocasiones). En el sonido setentero de Shake It Off descubrimos ecos de los Eagles, Dennis Wilson, Randy Newman y Grand Funk Railroad y una exquisita labor de las baquetas de Glenn Kotche. Please Be Patient With Me es una balada semiacústica que bebe de la faceta más íntima de los Beatles, Big Star y los Replacements. Soul, Neil Young y de nuevo los cuatro de Liverpool son los ingredientes de Hate I Here, tema al que sigue Leave Me (Like You Found Me), que a mí personalmente me deja una tanto frío. Walken recupera el brío con su aroma de cabaret que se hace hard rock de origen zeppeliano. What Light y su country rock de bello estribillo nos lleva hasta On And On And On, duodécimo y último corte de la función que desarrolla un pop progresivo y recupera la viola y el violín de Karen Waltuch.


Diez años después de la publicación de Sky Blue Sky, y aparcada la discusión coyuntural, creo que podemos afirmar que en su conjunto no está a la altura de los plásticos previos nombrados en el segundo párrafo, pero que se trata de un álbum muy solvente que pierde algo de fuerza en su segunda mitad y no puede evitar depender de ese milagro titulado Impossible Germany, una de las canciones más definitivas que el rock nos ha dado en lo que llevamos de siglo. Solo por ella merecería la pena recomendar el disco que la contiene.

lunes, 4 de septiembre de 2017

Blood On The Tracks


Marcado indefectiblemente por la separación de Bob Dylan, Blood On The Tracks (1975) lleva esparcida por sus surcos la sangre que su título indica. La tristeza del primero de sus temas —Tangled Up In Blue— se va a extender al resto del álbum cual crúor producido por la ruptura amorosa, herida a veces más penetrante y dolorosa que la de un cuchillo o una bala.

"Una mañana temprano brillaba el sol
Yo estaba tumbado en la cama
Preguntándome si ella habría cambiado
Si su pelo aún sería rojo
Los suyos habían dicho que nuestra vida juntos
Iba a ser muy difícil",

dicen los versos que abren el elepé con una melancolía que confirman la melodía y la voz de Dylan. La lírica de las letras y la belleza de la música de Tangled Up In Blue se incrementan en la maravillosa Simple Twist Of Fate, donde el autor de Blonde On Blonde canta crepuscular que

"Él se levantó, la habitación estaba desnuda
No la vio por ningún lado
Se dijo que no le importaba, abrió la ventana de par en par
Sintió un vacío por dentro que no se explicaba
Y se lo brindaba un simple vuelco del destino".

You're A Big Girl Now incide en la pena y la angustia que Dylan traslada desde su intimidad.

"Un ave en el horizonte, posada sobre una cerca
Me canta una canción
Yo soy como esa ave
Canto solo para ti
Espero que puedas oírme
Oírme cantar entre estas lágrimas",

reza la estrofa más obvia de la canción. Idiot Wind es lo que podríamos denominar el ajuste de cuentas del disco. Inicialmente acústico, fue vuelto a grabar por Dylan con un grupo (al igual que otros temas) para dar con una espléndida versión en la que destaca sí o sí el órgano tocado por el de Duluth. En contraste, You're Gonna Make Me Lonesome When You Go es breve y recogida en su aviso de la soledad que está por llegar.


Meet Me In The Morning encabeza las otras cinco pistas que completan el plástico. En ella el folk se funde con el rock y las guitarras gimen distorsionadas (sin exagerar) por primera y única vez. Lily, Rosemary And The Jack Of Hearts da rienda suelta al trovador que Dylan lleva dentro para contarnos durante casi nueve minutos una de sus historias genuinas y rocambolescas. Toda la sensibilidad y el arte de Bob Dylan se manifiestan en If You See Her, Say Hello, una de las composiciones más hondas de su creador. Una soberbia introducción interpretada por guitarra, mandolina y órgano —instrumentos que se mantienen— precede a la descripción delicada pero afligida del amor volatilizado.

"Veo a mucha gente dando tumbos por ahí
Y oigo su nombre cuando voy de un sitio a otro
Nunca me acostumbraré, solo he aprendido a hacerme el loco
Sus ojos eran azules, su pelo también, su piel tan dulce y suave",

son cuatro de los versos con los que Dylan traza el mapa de la derrota sentimental, que ni siquiera la distancia que imponen la canción y su contenida puesta en escena parecen paliar. Algo de auto de fe tiene Shelter From The Storm, en especial esa estrofa que recuerda que

"Ahora se interpone un muro, algo se perdió
Di tanto por descontado, equivoqué las señales
Y pensar que empezó todo una mañana remota
Ella dijo: "Pasa, te daré cobijo en la tormenta".

La tristeza que señalábamos al principio explota inmisericorde, brutal al final en Buckets Of Rain. Las sencillas y hermosas notas de Dylan son la melodía que acompaña una letra incuestionablemente dolorosa y negativa que sentencia:

"La vida es triste
La vida es una ruina
Solo puedes hacer lo que debes
Haz lo que debes y hazlo bien
Yo lo haré por ti, niña mía
¿No lo ves?".

Epítome fatal pero lógico de una cadena de sinsabores que solo podía llamarse Blood On The Tracks, o, al menos, no podría tener nombre más adecuado. Y que ha quedado como uno de los trabajos más sólidos y personales registrados por Bob Dylan.

viernes, 1 de septiembre de 2017

La infancia, el racismo y la dignidad


Tenido por el más hermoso de los trabajos de Robert Mulligan, la adaptación que el director
hizo de Matar a un ruiseñor —la mítica novela de Harper Lee— sigue emocionando décadas después de su estreno al convertir en universalmente reconocibles un relato y unos hechos sucedidos en la década de 1930 en el sur de los Estados Unidos durante un periodo muy específico de su historia. Estrenada en 1962, la película narra con nostalgia y ternura los recuerdos de una mujer cuando era niña, tal y como deja claro desde el principio la voz en off de la protagonista. La dureza del argumento desarrollado —un negro acusado de violar a una blanca con deficiencias mentales en un contexto geográfico y moral radicalmente racista— y la miseria vivida durante la Gran Depresión no son escamoteadas por el autor de El otro (1972), pero tampoco hacen que se arrastre por la pura negatividad —siempre subyace una decisión, o inclinación, ética en el arte, por mucho que Nabokov y Wilde lo nieguen— en la elección de las escenas y en su propio tratamiento.


Si bien la puesta en escena de Mulligan, la fotografía de Russell Harlan, la música de Elmer Bernstein y el guión de Horton Foote son excelentes, es la composición que Gregory Peck hace de Atticus Finch —uno de los personajes más recordados de la historia del cine— lo que le da la impronta definitiva a la película. El hombre bueno, justo y honrado frente a la masa filofascista y contrarooseveltiana que busca razones espurias que justifiquen y aplaquen su empobrecimiento es interpretado por Peck de manera magistral, sirviéndose de toda una serie de matices gestuales y corporales que, potenciados por la cámara del director, dan una verdad al abogado defensor y padre viudo de dos hijos que traspasa la pantalla. También los dos niños son muy creíbles, condición imprescindible pues es la infancia parte importantísima del film (e interés general de la obra de Robert Mulligan). El contraste entre el inocente descubrimiento de la vida de los pequeños y la sordidez y desazón del mundo de los adultos recorre de arriba abajo los fotogramas de la cinta, aislando en su ejemplaridad la sobria dignidad de Atticus Finch, plasmación icónica de la mejor tradición liberal y democrática norteamericana en un tiempo y un espacio muy difíciles para ser ambas cosas —liberal y demócrata— con coherencia e incluso rigor.




Dada a conocer en un momento álgido de las luchas por los derechos civiles lideradas —con discursos y métodos diferentes— por Martin Luther King y Malcolm X, Matar a un ruiseñor es una de las siete películas de Robert Mulligan que produjo Alan J. Pakula antes de convertirse en el director de largometrajes tan afamados como Klute (1971) o Todos los hombres del presidente (1976). En cuanto a Mulligan, proseguiría una carrera de la que quiero nombrar el nostálgico acercamiento a la adolescencia y los primeros amores que es Verano del 42 (1971), cuyas bondades no están a la altura de las detalladas aquí sobre su obra maestra, pero merecen ser catadas por el buen aficionado. Y si a Gregory Peck —finalizamos— le habían dado papeles llenos de interés Henry King o John Huston y todavía se los darían John Frankenheimer o Richard Donner, para muchos el actor de California siempre será Atticus Finch. Y viceversa.