Es el año 1962. La nouvelle vague se consolida como opción artística tras serlo en potencia como crítica, Antonioni y Bergman encandilan a la intelectualidad europea pre sesenta y ocho, Tarkovski comienza su singular andadura y, en España, Berlanga acaba de realizar una de las joyas de nuestra cinematografía, Plácido (1961), y está a punto de rodar otra, El verdugo (1963). ¿Y qué pasa, mientras tanto, en Hollywood? En Hollywood se desmorona el viejo sistema de estudios y los viejos y grandes directores aguantan en la agonía, ajenos a ella en parte, sin saber, ni querer, trabajar de otra manera. Y la calidad de sus trabajos les da la razón. John Ford dirige El hombre que mató a Liberty Valance, para muchos su mejor película, Howard Hawks, ¡Hatari! y Alfred Hitchcock comienza el rodaje de Los pájaros (1963), complejo e inclasificable filme —erróneamente, bien por simplismo, desconocimiento o pereza, o por los tres a la vez, encasillado en el género de terror— que eleva su magisterio al Olimpo de los dioses y que a la postre se convertiría, en mi opinión, en el más íntimo y singular trabajo del realizador.
Si se empieza a hablar en serio del cine de Hitchcock es, en gran medida, gracias a la aparición, a principios de los sesenta, de un libro, El cine según Hitchcock, en el que François Truffaut, alma mater de la nombrada nueva ola, entrevista en profundidad al director inglés acerca de su arte. Hasta ese entonces todavía hay muchos que consideran a Hitchcock como un mero prestidigitador, más o menos brillante, un banal entretenedor (habría que recordar que Mozart, verbigracia, también lo era) que cuenta historias vacías que solo son superficie. Aunque hoy por hoy haya personas que mantienen dicha opinión (como hay personas que se dedican a criticar a, veamos, John Huston, Fellini, Kurosawa, Scorsese o Terence Fisher, en lugar de analizar sus películas y observar lo que de positivo contienen), Woody Allen entre otros, contemplando su obra (en conjunto y por separado) parece difícil sostenerla. En el mencionado libro, hace hincapié Truffaut en esta característica: el mundo de Hitchcock es tan personal como el de Dostoievski o Stendhal, su cine no es frívolo ni pueril; muy al contrario, encierra una cantidad de insinuaciones y valoraciones posibles tal que —porque es gran arte, en definitiva— se hace imposible la reducción. Y es en Los pájaros, precisamente, donde esto se multiplica por cien.
Rodada en la última etapa de su carrera (solo realizaría cinco películas más con posterioridad), Los pájaros es la última de una serie de obras maestras que hizo Hitchcock entre finales de los cincuenta y comienzos de la década siguiente precedida de Vértigo (1958), Con la muerte en los talones (1959) y Psicosis (1960), verdadera apoteosis del cinematógrafo. A partir de un relato de Daphne de Maurier, Hitchcok urde una trama apocalíptica, fábula de resonancias bíblicas, que solo él parece adecuado para sacar adelante con credibilidad. Tippi Hedren, la protagonista femenina (rubia símbolo de la oscura sexualidad católica del realizador británico, tanto aquí como en Marnie, la ladrona (1964), interpreta a una joven de la alta burguesía de San Francisco, Melanie Daniels, que conoce a un abogado (Mitch Brenner/Rod Taylor) en una pajarería. Tras entrar en contacto (Hedren se hace pasar por una empleada de la tienda), la joven acaba llevando dos periquitos a Bodega Bay, localidad costera cercana a la ciudad californiana en la que reside Taylor. La señorita Daniels conoce a la madre y a la hermana de Brenner y a la maestra del pueblo, antigua amante del abogado, personajes atormentados que purgan por el pecado original, pero que han mordido la manzana fuera del paraíso, perdidos en el fin del mundo a la espera de lo que está por llegar. Y entonces, gradualmente, llega. Lo que en principio parece que va ser una comedia de flirt —aunque si se mira atentamente no es así; el macabro humor de Hitchcock hace acto de presencia de una forma más palpable que nunca, pero no a modo de oasis cómico en medio de la tragedia como en el cine de John Ford, sino como parte integrante y creadora de una sensación de inquietud y malestar, un clima desasosegante que poco a poco se va adueñando de la pantalla hasta convertirse en protagonista absoluto— deviene en el brutal ataque de unos pájaros enloquecidos (o calculadores), inexplicable carnicería para iniciado u ornitólogo a la que no se pone final con el término de la cinta, sino que nos anuncia, en un último plano impresionante (y nunca se ha utilizado mejor este término), que LO PEOR está aún por venir.
"Compleja reflexión sobre la angustia a niveles psicológicos, morales y metafísicos", en palabras de Augusto M. Torres, en Los pájaros la frialdad con la que Hitchcock trata habitualmente a sus personajes se transforma para la ocasión en voraz desprecio. Hitchcock —en el paroxismo de su misantropía— les mueve como marionetas idiotas a merced de unos pájaros asesinos en un escenario surrealista lleno de locos, visionarios y defenestrados que parecen tener claves ocultas que no son sino mamarrachadas y presenta una visión cínica y desoladora de una humanidad perdida en cábalas sin solución y renunciando a la vida; algo así como la puesta en escena del diagnóstico de Nietzsche haciendo ascos a la solución. Simplistas lecturas metafóricas nos han dicho que los pájaros son hombres. No parece que sea así, sería demasiado bonito. Por desgracia, los pájaros no son más que pájaros; tampoco importa mucho. Los hombres son hombres y eso debería importar. Pero, y ésa es la cuestión, ¿le importaba a Sir Alfred? Ustedes tienen la respuesta.
NOTA: Este artículo fue publicado por Ruta 66 en junio de 2003, con motivo del cuadragésimo aniversario de Los pájaros.
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