jueves, 28 de mayo de 2015

Punkassbitch


Ni tienen página en Wikipedia ni casi nadie se acuerda de ellos, pero doy fe de que volver la vista atrás y escuchar del tirón Punkassbitch (2001) —si bien pudiera ser otro el trabajo seleccionado— mantiene incólume el placer que los Safety Pins provocan en mi espíritu. Dieciocho canciones en media hora —producidas por Daniel Rey y el grupo— conforman un ataque punk y hardcore que, bendecido por los Ramones y Black Flag y cargado de melodía, sigue haciéndome gozar como a un perro, aleja el aburguesamiento musical (iba a decir neuronal) que se supone a los cuarenta y tantos y manda a la mierda por un rato todos los tabúes y obligaciones que me atan a la (sub)normalidad. Si no novedoso, coherente y adictivo por demás, Punkassbitch rezuma violencia sonora, cuenta con la colaboración de Arturo Ibañez de Nuevo Catecismo Católico y debe ser reproducido alto, o así lo recomienda el libreto que viene con el disco. Cualquier cosa que añada para describir esta bofetada propinada por el cuarteto de Mikel Biffs puede confundir al oyente, aunque si le ayuda saber que una de las canciones que al guitarrista y cantante le hubiese gustado componer es Search And Destroy, pues lo digo. ¡Vámonos!

lunes, 25 de mayo de 2015

Reggatta de Blanc


Era difícil, pero The Police lo consiguió. Regatta de Blanc (1979) confirmaba que lo de Outlandos d'Amour no había sido un debut bendecido por la casualidad, e igualaba su primer disco gracias a canciones tan magníficas e inolvidables como las de las primera entrega e interpretaciones igual de heterodoxas y personales: el talento de tres músicos estupendos capaces de dar con el himno comercial sin renunciar a la indagación artística.

Message In A Bottle encabeza el elepé con una de las mejores composiciones de Sting, en la que vuelven a destacar las fabulosas, diría que mágicas, baquetas de Stewart Copeland. Su imaginativa y concluyente percusión marca en el plano interpretativo un tema soberbio en el que la banda inglesa lanza "un SOS al mundo". Reggatta de Blanc es un corte instrumental con voces, suerte de cruce de cámara entre el punk y el reggae escrito a tres manos por Copeland, Sting y Andy Summers. La nueva ola y el punk definen en parte It's Alright For You, pues este tema de Sting y Copeland —solo de guitarra de Summers incluido— lleva ese sello inconfundible e intransferible de Police, como el resto del disco, que se sitúa por encima de estilos y subgéneros. De nuevo en solitario escribiendo, Sting entrega otra joya, Bring On The Night, espectacular reggae psicodélico al que se yuxtapone, también ácido, Deathwish, menor aun disfrutable canción del trío. Nunca sonó tan a reggae Police como en la formidable Walking On The Moon (Sting), si bien el eco que expande los sencillos acordes de las seis cuerdas de Summers y la batería de Copeland no cesa de recordar la marca, casi estandarte, de la casa. Entrega el percusionista un divertimento como On Any Other Day antes de que el cantante y bajista del grupo se entregue a la remembranza del amor marchado (The Bed's Too Big Without You) en una composición que añade cumbia y calipso modificados y entristecidos al ya mil veces mentado reggae. Los dos temas siguientes, Contact y Does Everyone Stare, son ambos de Stewart Copeland, destacando el segundo, sin desdeñar el primero, por el teclado que incorpora y su habilidad para convertir los iniciales aires cabareteros en intenso pop progresivo conforme se desarrolla. No Time This Time cierra el plástico descargando punk rock concebido por Sting y traducido a ese lenguaje que The Police creó para regocijo de millones de fans en todo el mundo y espanto de los que se empeñan en compartimentar demasiado la música popular. Crucificados asimismo por quienes excomulgan a aquéllos que alcanzan el éxito —estirpe de badulaques elitistas que jamás se extinguirá—, Summers, Copeland y Sting fueron siempre a lo suyo y encima gustaron a tutiplén. No por ello, obvio, desciende la calidad que desprende su segundo y ya clásico trabajo: Reggata de Blanc.

jueves, 21 de mayo de 2015

A Mid-Stream Of Consciousness


Cuatro años después de On The Quiet, repaso semiacústico de temas de la banda más cuatro versiones, los Celibate Rifles volvían a la carga mediante la electricidad parcial y previamente abandonada, nuevas composiciones y, esta vez, tres canciones ajenas. A Mid-Stream Of Consciousness (2000) se llamaba el artefacto, un notable álbum de rock and roll que añadir a la discografía de un grupo tan incapaz de decepcionar a sus seguidores como de conocer el éxito masivo.

El disco comienza abrasivo gracias a una tripleta de excitante high energy compuesta por Storm, The Paddo Sharps y I Shoulda. Las guitarras de Kent Steedman y Dave Morris siembran de acero el sonido conducido con firmeza por la base rítmica que forman implacables Nick Rieth y Jim Leone. G's Gone da un giro en busca de la canción sentimental heredera de Radio Birdman, especialmente por esos teclados atmosféricos tan propios del grupo de Deniz Tek y Rob Younger. Child Of Mine se mantiene en el ámbito de la balada, logrando mediante las guitarras acústicas, el vibráfono y la slide unas ricas texturas sonoras para el tema más largo del trabajo. Wake Up, sin embargo, es un zarpazo hard punk de menos de dos minutos al que sigue la dinamita stooge de Hammer (Consolation Prizes), protagonizada por un Damien Lovelock convertido en trasunto de Iggy Pop. Dark City encierra algo peligroso y vitando en su descripción melódica —primero acústica, después eléctrica— de la oscuridad urbana. Entre el swing y el rockabilly, Me And Slick And Willie se desliza placentera hasta que el frenético riff de Talk Back Saviour recupera la dureza rocker en la que también se asienta Tripping At The Mail (I Saw Your Cousin, She Was…), última de las canciones escritas por los Rifles.

Aunque presentadas como bonus tracks añadidos a la primera edición del CD y el elepé, las sabrosas lecturas de Child Of The Moon (Rolling Stones), I Will Dare (Replacements) y Journey By Sledge (Visitors) han quedado como parte definitiva de A Mid-Stream Of Consciousness, fieles a su construcción original pero interpretadas con un brío que esquiva el respeto excesivo. Brío que alimenta el disco al completo y que hace que pase como un gozoso suspiro… en el caso de que se conozca. De todos modos, y por lo general, ayer como hoy, el mejor rock sigue viniendo de Australia. Queda consignado.

lunes, 18 de mayo de 2015

Sobriedad y realismo en prisión


De no haber dirigido La evasión (1960) —estrenada póstumamente y terminada por su hijo—, Jaques Becker habría pasado a la historia como un brillante director francés cuya obra maestra era París, bajos fondos (1952). Sin embargo, la existencia de la que a la postre fue su última película lleva su nombre al panteón donde yacen eternos los mejores cineastas de cualquier tiempo y lugar.


Nunca un intento de fuga carcelaria fue narrado con tal austeridad y tal verismo como en La evasión. La precisión de las imágenes, la nitidez de los sonidos y la ausencia de adornos espurios (entre ellos la música) remiten a Robert Bresson sin ningún género de duda, en concreto al de la extraordinaria Un condenado a muerte ha escapado (1956), si bien no hay rastro alguno en Becker del ascetismo bressoniano. Basada en el caso real vivido y relatado por José Giovanni en su novela homónima, el autor de Las aventuras de Arsenio Lupin (1957) esculpe La evasión sobre un guión perfecto del propio director, Giovanni y Jean Aurel en el que prima lo esencial y se aparta lo superfluo, psicología inútil y barata incluida. La descripción de los trabajos llevados a cabo para huir de la prisión es exhaustiva, destacando el escaso uso de la elipsis para enfatizar el realismo de la puesta en escena: el espectador contempla atónito como los presos cavan un agujero en el suelo —hasta destrozarlo— durante varios minutos y con sus propias manos. Los planos en los que personajes exploran los bajos de la cárcel parecen paseos por catacumbas gracias a la soberbia fotografía de Ghislain Cloquet (quien no en vano trabajará en el futuro con el mencionado Bresson), absolutamente sobrecogedora cuando aquéllos avanzan por lúgubres túneles en busca de una salida e iluminados exiguamente por una vela. De los cinco convictos —presidarios a quienes delimitan sus acciones y sus miradas antes que sus palabras— destaca por su habilidad y sangre fría (o temeridad para otros) el encarnado por Jean Keraudy, quien al principio del largometraje lo presenta para informar de que ¡él fue uno de los protagonistas de la historia!; es decir, que hace de sí mismo. Junto con él, cuatro actores poco conocidos a la sazón, cuya sobriedad y exactitud casa sin fisuras con las pretensiones de Jacques Becker.


He querido expresamente dedicar un párrafo a alabar la inefable labor del ingeniero de sonido Pierre Calvet, pues pocas veces un técnico ha tenido tanto que ver con el resultado final de una película. Los martillos improvisados, las sierras, los pasos, los goznes de las puertas o las manos removiendo piedras y escombros, registrados y amplificados por los micrófonos de Calvet, cobran una importancia tangencial para saber del esfuerzo físico realizado por los hombres en busca de su libertad y dotan al ruido de cierta musicalidad. 


Redondeada por un final impactante, que en un solo plano reúne más tensión que cien persecuciones protagonizadas por Bruce Willis, La evasión trasciende el género al que, por otro lado, se adscribe sin problemas detallando las paupérrimas condiciones de las cárceles francesas de la posguerra, en concreto de 1947. La coherencia extrema, no obstante, con la que Becker escenifica los hechos, sin que su dramatismo le haga perder rigor o acelere el ritmo de manera desaconsejada, hace de su película celuloide imperecedero muy por encima de su clasificación argumental. Pero si alguien se quiere agarrar a ella, le diré —para terminar— que Fuga de Alcatraz, la notable cinta de Don Siegel de 1979, no resiste la menor comparación con la película que cerraba la obra y la vida de Jacques Becker.

miércoles, 13 de mayo de 2015

Quédate conmigo


Hoy cumples siete años,
Aitor.
Solo escribirlo me hace
un nudo en el estómago.
Ese nudo ha de articular
el poema, pero esto
no es más que realidad:
eres el amor de mi vida,
el sentido de todo,
las risas, las lágrimas,
quien anula mi egoísmo,
la única vara de medir.
Eres también el beso mañanero,
la mirada perdida en el horizonte,
las calles sucias de Carabanchel,
el eco de Euskal Herria en Madrid,
las chuches de los chinos
y el reflejo de tu madre, mi mujer.
No sabía bien quién o qué era yo
hasta que tú llegaste,
ahora sé que yo soy tú.

lunes, 11 de mayo de 2015

Lulu


Fue una bestia intransigente e inclasificable hasta el final. Fundirse con Metallica antes de morir y parir un doble álbum como Lulu (2011) fue una provocación para que miles de idiotas sectarios —de uno y otro lado— pusieran el grito en el cielo sin ni siquiera haberlo escuchado. El incandescente resultado de tan inopinada relación entre los autores de Ride The Lightning y Lou Reed es uno de los pocos trabajos del siglo XXI que me hace tener esperanza en un rock original, poco manoseado, auténtico, libre de prejuicios en definitiva. Por desgracia, uno de sus autores ya no está, y el otro ha quedado desamparado.


Partiendo de una serie de canciones escritas por Reed para el montaje teatral homónimo de Robert Wilson —basada en textos del Frank Wedekind que asimismo habían alumbrado la ópera Lulu de Alban Berg—, el maestro y Metallica construyen un pandemónium sonoro que —valiéndose por igual del heavy y el trash metal que de la música electrónica y la de cámara— traduce la virulencia y el desagrado de los textos utilizando la misma medicina. La agresividad de éstos y de aquél no dejan lugar a la paz durante la hora y media en la que se desarrollan los diez temas, los cuales, si bien forman un conjunto sólido e indivisible, alcanzan la matrícula de honor en ese impresionante colofón de casi veinte minutos titulado Junior Dad. El contraste entre figuras de diferente sentido estético — el himno metálico convive con la vanguardia atonal y concreta; la saturación eléctrica de las guitarras con las cuerdas tradicionales (violín, viola, chelo); el recitado con el speed metal desenfrenado— auguran un desenlace antitético que nunca llega, pues los "monumentales muros sónicos y desaforados atropellos rítmicos [y los] pasajes levemente fantasmagóricos", de los que habla Ignacio Julià, nacidos de la aparente contradicción, acaban confluyendo en un discurso inequívocamente transgresor que se sirve de todos los elementos artísticos nombrados para llegar a una única conclusión.


Quizá sea el vocablo exceso el mejor para describir con sobriedad la voracidad descarnada de un proyecto a priori tan arriesgado y a posteriori tan magnífico. Pero ¿no era exceso lo de White Light/White Heat o lo de Take No Prisioners, por ejemplo, por no hablar de Metal Machine Music? ¿No era voracidad descarnada (e insaciable) lo de Master Of Puppets y …And Justice For All? Sin embargo, ni el exceso, ni la voracidad, ni el riesgo son amigos de ese aficionado al rock encasillado en su correspondiente subgénero —garage, beat, rockabilly, hard rock, power pop, punk…—, feliz en su idiocia, encerrado en una cápsula a la que jamás llegarán las notas de Lulu, pues alguno de sus hacedores no es de los suyos, y su mezcla es anatema. Váyanse, pues, al infierno él y todos ellos con sus supersticiones y no disfruten de un trabajo superlativo que bien podría haber llevado como subtítulo Creatividad contra la estulticia.

jueves, 7 de mayo de 2015

La desgarradora hipérbole del amor roto

Debajo de mi alfombra no cabe más angustia
y encima de ella tropiezo al caminar

(Si apareces, El Desván)



El comienzo desesperanzador de su carrera no hacía presagiar un cine tan hermoso y poético como el que Wim Wenders nos ofrecería desde mediados de los años setenta hasta finales de los ochenta. Abonadas por igual al aburrimiento y a la ridiculez, El miedo del portero ante el penalti (1971) o La letra escarlata (1972) son películas con las que el tiempo no ha tenido piedad; no obstante la dureza de esta afirmación, la redención que traerá En el curso del tiempo (1975) quita hierro a los precedentes de un joven cineasta más preocupado en su despertar por aparentar que por ser. El amigo americano (1977) y Relámpago sobre el agua (1980) confirmarán un talento para reflejar la emoción que Paris, Texas (1984) sublimará hasta dar con la obra maestra del director alemán, solo igualada tres años después por El cielo sobre Berlín.


Levantada sobre un guión de Sam Sheppard que pone al día el más tradicional melodrama, Paris, Texas sirve para que Wim Wenders despliegue su fascinación (europea) por la iconografía estadounidense mientras nos narra la historia de un hombre (soberbiamente interpretado por Harry Dean Stanton) destrozado por el amor y ayudado por su hermano (Dean Stockwell) a salir del agujero y recuperar la dignidad. Los amplios espacios, las carreteras, los moteles, las señales de tráfico, los carteles publicitarios, las vías y sus trenes, etc. son bellísimamente retratados por Wenders y su director de fotografía, Robby Müller, y —lejos de ser un mero telón de fondo— se conjugan con la historia que se nos cuenta de manera perfecta. En el plano puramente cinematográfico, la influencia de Antonioni, Ozu, Bresson o Hitchcok es patente, pero es la pintura de Edward Hopper (ya presente en la obra del autor de Alicia en las ciudades, 1974) la que vemos constantemente reflejada en las imágenes del film. No en vano dijo el propio Wenders: "Hay sitios de los Estados Unidos donde pones la cámara y te sale un cuadro de Hopper".


Según la película va desarrollándose conocemos que Travis, el personaje de Stanton, lleva cuatro años perdido y sin ver al hijo que tuvo con su compañera Jane (una guapísima y excelente Natassja Kinski), hijo que vive con su hermano y su cuñada. Al instalarse en la casa de su familia en Los Ángeles, Travis vuelve a adquirir poco a poco la cordura, sin perder un punto infantil y alucinado, hasta que una confesión de su cuñada le hace marchar a Houston con su hijo en busca de Jane, quien trabaja en un peepshow. Una conmovedora y larga escena en una de las cabinas sirve para que (en boca de Travis y Jane) sepamos por qué la pareja se resquebrajó y anticipa el reencuentro de la madre con el pequeño Hunter. Momento álgido de una película que mantiene el equilibrio a la largo de sus dos horas y media, pero que tiene en la conversación entre Kinski y Stanton su cima emocional, si bien la escena en la que éste visiona en casa de su hermano una filmación en Super-8 previa a la ruptura —iniciándose en ella la recuperación del afecto de un hijo al principio reluctante— hace que las lágrimas pidan paso.


Largometraje de culto y ganador de la Palma de Oro del Festival de Cannes, Paris, Texas es un canto noble y triste a los sentimientos perdidos e irrecuperables, pero también a los eternos e insustituibles lazos paternofiliales, nunca esa "banal consideración sobre la pareja" de la que injusta y superficialmente hablaba Augusto M. Torres; y es, además, una radiografía de Estados Unidos desde el punto de vista europeo magníficamente puesta en escena, fotografiada y —no nos hemos olvidado— musicada, gracias a la sobria, impactante e inmortal banda sonora de Ry Cooder. O lo que, en definitiva, garantiza su alto, altísimo estatus entre las realizaciones de los años ochenta del siglo pasado.

lunes, 4 de mayo de 2015

Know What I Mean?


A diferencia de las dos ocasiones anteriores, la tercera colaboración de Bill Evans con Cannonball Adderley llevará el nombre del imprescindible pianista a los créditos de portada, acto de rigor y justicia dado el sobresaliente trabajo realizado por el autor de Portrait In Jazz. Completado el cuarteto por Percy Heath y Connie Kay —bajista y baterista, respectivamente, del Modern Jazz Quartet—, Know What I Mean será grabado en tres sesiones en enero, febrero y marzo de 1961, entre las que Evans registrará asimismo —atentos— el excelente Explorations y el portentoso The Blues And The Abstract Truth, de Oliver Nelson.


Imposible de esconder, la finura de los ejecutantes sale reforzada de lo reducido del conjunto, pureza que ningún mal músico resistiría. La consistencia y precisión de la base rítmica ejerce de cuadrilátero en el que el combate se convierte en suma de titanes dispuestos a soplar o tocar sus mejores notas. Tan aguda y virtuosa en la balada como en el swing, la promiscuidad melódica de Cannonball Adderley no tiene más límites que los de su técnica, mínimos para alguien que conoce el saxo alto en profundidad como él. Decir que en Know What I Mean? se encuentran algunos de los mejores solos de su carrera, en la que los hay magníficos por doquier, es señalar la grandeza del elepé; añadir que la elegancia y la armonía de Bill Evans, siempre innegociables, nada envidian aquí a las que su teclado expresa en Kind Of Blue o Undercurrent, es apuntalarla para confirmar su maestría. Los ocho temas del álbum rezuman blues y genio, pero portan además el entusiasmo de dos artistas que se sienten a gusto trabajando juntos. Las improvisaciones de uno (Adderley) alimentan las de otro (Evans), y viceversa, con un cariño difícil de glosar o cuantificar aunque a todas luces presente.


Desgraciadamente, Know What I Mean será la última ocasión en la que el saxofonista y el pianista crucen sus instrumentos, privándonos de alguna hipotética joya que la temprana muerte de Cannonball Adderley en 1975 hará físicamente imposible. Pero no nos quejemos: el tema de Bill Evans que pone título al plástico —modificando su tempo a mitad de camino— ya va a dar por finalizada la función, y de él nos servimos para glorificarla una vez más. ¿Saben lo que les quiero decir? ¿No? Acérquese a este monumento al buen gusto y sus dudas se disiparán.

viernes, 1 de mayo de 2015

La dignidad y la justicia


Bebiendo, fumando y jugando al petaco: así nos presenta Sidney Lumet al abogado que protagoniza Veredicto final (1982). De perfil y en la penumbra, el letrado que encarna Paul Newman es un hombre derrotado. Un solo plano es suficiente para expresarlo. Un solo plano, nada más. Esta pulcritud y austeridad de la puesta en escena y la magnífica interpretación de Newman se mantendrán a lo largo de una película que se inscribe en la tradición de films judiciales, tan socorrida en el cine norteamericano y dignificada por narraciones clásicas como Anatomía de un asesinato (Otto Preminger, 1959), Matar a un ruiseñor (Robert Mulligan, 1962) o el propio debut de Lumet, Doce hombres sin piedad (1957). Sin embargo, la importancia que en éste tiene el jurado es cedida en el caso que nos ocupa a quienes se encargan de acusar o defender.


Director irregular por naturaleza, culto e inteligente, cuando su mirada lúcida y emocionante da con un buen guión (como el de David Mamet aquí) es capaz de traducir todos sus valores potenciales en cine de primera categoría. Sobria hasta la extenuación, su cámara retrata, ecuánime pero humana, la lucha de un abogado echado a perder por ganar un caso en el que nadie cree, ni siquiera el matrimonio para el que trabaja. Newman decide no aceptar la (alta) indemnización que la Iglesia Católica —propietaria del hospital en el que la cliente del protagonista ha quedado en coma al dar a luz— y sus abogados le ofrecen, para incomprensión de todo el mundo, incluido el juez, presentado por Lumet como un desagradable lacayo del poder, poco amigo de las complicaciones y acostumbrado a comer en su despacho. Con este punto de partida, el autor de La colina (1965) construye un relato perfecto que gana en intensidad conforme avanza gracias a una sutileza enorme, una distancia prudencial y unos actores siempre contenidos que ayudan a escapar de cualquier exageración que convierta la película en un espectáculo banal. Lumet da buena cuenta de las miserias de sus personajes, el juego sucio del sistema y las dificultades con las que tiene que pelear Newman, pero también defiende el trabajo bien hecho, el afán de superación (y redención) y las posibilidades del individuo idealista frente a las corporaciones mafiosas; es decir, los valores habituales del liberalismo progresista estadounidense, tan amante del mito de David contra Goliat. El amor, la traición y el soborno también encuentran su sitio en las dos horas largas de un largometraje que pasa como un suspiro dado su exacto acabado y su intachable crescendo dramático.


Capaz de conectar profundamente con la idea del director y expandir implementándola su fuerza motriz, el espléndido plantel de secundarios —James Mason, Charlotte Rampling y Jack Warden, principalmente— remata la labor de Sidney Lumet, que consigue con Veredicto final una de sus obras más logradas y personales, pues la maestría en la dirección, que la hay, se asienta en la experiencia adquirida y la calma a la hora de dosificarla. Solo en Un lugar en ninguna parte (1988) y Antes de que el diablo sepa que has muerto (2007) volverá a brotar sobresaliente dicha maestría durante el resto de la carrera de Lumet, lo que no nos impide reconocer la debilidad que en Ragged Glory sentimos por ella. Sea.