Viene precedida La pianista (2001) de una rumorología excesiva, de las que hacen
estar precavido. Todos hemos oído de alguien que ha salido del cine antes de
tiempo o ha necesitado primeros auxilios tras una lipotimia y se han visto
carteles en las taquillas anunciando que la película podría herir
sensibilidades poco aptas. Conocemos a Michael Haneke y la dureza de sus films
(especialmente la de Funny games
(1997), tremebunda y fallida película, en la que escenas excelentes se dan la
mano con otras impropias de una mente lúcida como la suya) y nada puede
sorprendernos. Pero también conocemos el laxo criterio existente. Así que nos
acercamos expectantes e intentando alejar los prejuicios (en el sentido neutro
del término).
La pianista parte de una novela de
Elfriede Jelinek que tiene como protagonista a una profesora de piano
masoquista —interpretada por una sublime Isabelle Huppert dolida por haber
rechazado el papel que finalmente cayó en manos de Juliette Binoche en Código desconocido (2000) y que ha
realizado probablemente la mejor caracterización de su extensa carrera
(recordemos a la actriz francesa en la ya lejana La puerta del cielo (1980), el gran fracaso comercial de Michael
Cimino)— que ejerce su profesión en Viena, obsesionada por la música de Shubert
de una manera (anormal) que canaliza su patología, siendo causa y efecto, punto
de salida y de llegada (no único, que quede claro), al mismo tiempo. La
profesora entabla una relación con un alumno con el que deja al desnudo,
mostrándolas de una forma torrencial muy clarificadora, sus malsanas
obsesiones, lo cual, superada la primera impresión, a la que la sorpresa impide
el análisis, provoca el rechazo frontal del joven, hasta que al final, en una
vuelta de tuerca perversa, pero lógica (por humana), que hubiese hecho las
delicias de Hitchcock, la viola, en una sórdida escena que condensa todo el
cine de Haneke en quince minutos. El director austriaco —que ha elegido el
francés como idioma de rodaje para no mermar la potencialidad de la Huppert—
sigue indagando en los laberintos más retorcidos del alma humana de forma fría
y distante, sin inmiscuirse jamás en la historia que narra y con una coherencia
envidiable. La puesta en escena es de una sobriedad desarmante, basada antes en
la lógica de una construcción geométrica que en cualquier otra consideración,
precisamente para evitar tentaciones de acercamiento que reduzcan o
simplifiquen lo tratado. Más cercano del cine intelectual de los sesenta, de
Antonioni, Resnais, Kubrick o incluso Bergman, que de cineastas coetáneos,
Haneke logra asumir sin dificultades sus influencias y transcenderlas en un
cine que no por personal e irreducible renuncia a ser parte del presente y
actualidad. (Es loable, y puede ser necesario, que el artista sea radical, pero
no debe olvidar que crece y se debe a su entorno.) Personalmente creo, aunque
reconozco que la película asusta, se ha exagerado en cuanto a la brutalidad de
la misma. Exceptuando la escena en la que la profesora raja su clítoris con una
cuchilla de afeitar para encontrar su enfermizo placer (escena, imagino que
sobra decirlo, siempre sugerida; sólo se ve un hilo de sangre que resbala por
las piernas de la actriz francesa), el resto de la película transita por un
asfixiante clima de violencia moral que más que vómitos debería provocar
reflexiones en el espectador, pero parece ser que este último está más por la
labor de vaciar su intestino que por la de rellenar sus neuronas. Y eso que las
películas del director austriaco apelan a la capacidad intelectual del
espectador, le invitan a sacar conclusiones (sin forzarle a sacar ninguna, eso
sí) y elevan la dimensión ética a una situación de protagonismo real no
manipuladora. Como bien decía Carlos F. Heredero en su crónica del festival de
Cannes —en la que fue premiada con el Gran Premio del jurado— para la revista Dirigido por, La pianista "no elude ninguno de los aspectos más lacerantes de su
historia", pero los narra de tal manera que logra, mostrando menos, enseñar
más.
En fin, que uno sale de la sala con la impresión
que una sociedad que crea (o en la que se crean, dejemos la polémica para mesas
de debate político) monstruos así puede mantener un altísimo nivel de vida y
todo lo que se quiera, pero no está sana, pues rebaja las relaciones humanas al
último grado de la escala. Y es que, como señalaba Freud, por cierto,
compatriota de Haneke, en El malestar en
la cultura, "debido a esta primordial hostilidad entre los hombres, la
sociedad civilizada se ve constantemente al borde de la desintegración". Es
hacia donde apunta Haneke.
NOTA: Este artículo fue publicado por Ruta 66 en 2002 con una mínima modificación.
¡Amigo!, has recuperado el artículo del Ruta, plataforma de la más vigorosa reivindicación musical y cinematográfica en nuestro país desde mitad de los 80. En el número conmemorativo 400 del pasado mes, para no perder tan sana costumbre, hay excelentes artículos sobre Jim Jarmusch y "El cine de terror".
ResponderEliminarAbrazos,
Pues, sí, querido Javier, ya van varios recuperados en el blog. El número 400 está pero que muy bien, incluidos los artículos que dices.
ResponderEliminarAbrazos.
Una puta mierda de película. Déjate de rollos.
ResponderEliminarTe has debido equivocar de película, anónimo.
ResponderEliminarPues fíjate que no la he visto, aunque he oído hablar de ella (bastante) y en los términos que comentas. La voy a ver sin falta, creo que ya debería haberlo hecho hace tiempo.
ResponderEliminarAbrazos
Hay varias muy buenas de su autor, Jorge, te las recomiendo sin ninguna duda. "La pianista" también.
ResponderEliminarUn abrazo.