viernes, 26 de septiembre de 2014
Lions
Poca unanimidad se observa entre los seguidores de los Black Crowes a la hora de elegir su elepé más logrado. No es extraño: hablamos de una discografía que no conoce pieza mala, labrada en el esfuerzo, la dignidad, la paciencia y la apertura de miras. Dicho esto, y considerando enormemente difícil quedarse con un solo trabajo de los cuervos, debo reconocer la debilidad que siento por el sexto, titulado Lions, publicado en 2001 y producido por Don Was. Infectado sin duda por la gira compartida con Jimmy Page —de la que da testimonio el excelente Live At The Greek— y alejado del dinamismo rocker del potentísimo By Your Side que le antecede, Lions muestra al grupo en plenitud de facultades, tan volcado en el (hard) rock zeppeliano como en el funk, si bien la psicodelia, el soul y el gospel también tienen su sitio. Por fortuna, no hay copia alguna en la asimilación del legado de los creadores de Starway To Heaven; el material de la banda de los hermanos Robinson es genuino e identificable como propio sin problema, admitiendo la influencia del maestro, pero haciendo de ella fuente de inspiración que desemboca en idiosincrasias que ya están en The Southern Harmony And Musical Companion o Amorica. Los trece temas del álbum se suceden radiantes, impecables y muy trabajados, con un Rick Robinson que toca casi todas las guitarras y los bajos que se escuchan y deja en anecdótica la presencia de Audley Freed, quien apenas hace sonar sus seis cuerdas en dos o tres cortes. Cercano a la hora de duración, la mayor virtud de Lions quizá sea la coherencia de la que hace gala, sin ceder la intensidad de los intérpretes al poner en pie las hermosas y creativas estructuras de sus canciones. Y, cómo no, la infalible e inconfundible voz del otro Robinson —Chris—, que en este encuentro de universos córvidos y leoninos vuelve a salir victoriosa. Una delicatessen, sea como fuere, que hay que situar en lo más alto de la producción de los Black Crowes, y con la que buena parte de la crítica no fue justa cuando se editó. Esperemos que la luz que sigue irradiando este bienaventurado elepé haya servido para acabar con su ceguera.
lunes, 22 de septiembre de 2014
Distemper
Que una banda formada en 1980 publique su primer elepé en 1989 —una colección de singles, Divine Rites, ha visto la luz un año antes— indica que algo no funciona como debería, pero ese algo siempre estará asociado a los New Christs, aunque desde hace ocho años parezca que la estabilidad haya ganado la batalla en la banda liderada por Rob Younger. Dicho esto, ya les gustaría a muchos grupos de formación fija y actividad prolongada en el tiempo lograr obras de la categoría de las obtenidas por la más ilustre de las derivaciones de Radio Birdman. Distemper, el debut al que hemos hecho referencia, es el único que registra el cuarteto que a la sazón integran Younger (voz), Nick Fisher (batería), Jim Dickson (bajo) y Charlie Owen (guitarra, piano y órgano), y que completa en tres cortes Louis Tillett (piano y órgano): un álbum soberbio y muy variado puesto en escena por unos músicos arrolladores.
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No volverá a repetir este equipo en la compleja (casi dramática) trayectoria futura de los New Christs, pero Younger conseguirá que —independientemente de sus miembros y el tiempo transcurrido— las grabaciones que realicen (la última es reciente, Incantations) sean siempre imprescindibles, lo que dice mucho del talento de nuestro hombre. No hay mácula, pues, en su carrera, ni la hay en Distemper, y, por si alguien duda todavía en acercarse a tan sublime joya del rock australiano y universal, termino este paseo afirmando que —editados asimismo en 1989— New York y Doolittle son nombres con los que comparar, por su perfecto acabado, el elepé sobre el que hoy hemos disertado.
jueves, 18 de septiembre de 2014
Daydream Nation
Quizá fue la portada de Gerhard Richter; quizá su título; quizá el hecho de ser doble; quizá que significara el fin de la independencia discográfica: indudablemente la calidad de su contenido. El hecho es que Daydream Nation (1988) ha quedado como canon y cumbre de la obra de Sonic Youth —la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos lo incluyó hace unos años entre el legado cultural patrio que protege—, cuando discos anteriores (Evol, Sister) o posteriores (Goo, Washing Machine) son en mi opinión tan importantes y soberbios como el mítico álbum del cuarteto neoyorquino. En realidad, de Sonic Youth hay que hablar como un continuo que nunca ha cedido a estupideces ajenas a su arte, ni siquiera cuando la banda ficha por Geffen y pasa a compartir sello con Guns N' Roses después de haber publicado Daydream Nation.
Himnos del power pop atonal cortados por pequeñas raciones de ruido extático, Teenage Riot y Silver Rocket son dos de los temas más pegadizos escritos e interpretados por Thurston Moore y sus compañeros, con los que contrasta el lirismo noise de The Sprawl, clásica inmersión de Sonic Youth en la pura libertad sonora patentada por el grupo. 'Cross The Breeze, tras una pequeña introducción, abre la segunda cara en forma de veloz ataque hardcore que se ralentiza (que no ablanda) cuando Kim Gordon se encarga de las partes vocales. El primer y segundo motivo se recuperan (sin que ya nadie cante) y la misma introducción vuelve a servir de despedida. Lee Ranaldo nos habla del Eric's Trip en un zarpazo realmente intenso que precede a Total Trash, colosal clausura del primero de los elepés en el que las guitarras de Moore y Ranaldo, el bajo de Gordon y la batería de Steven Shelley ahogan feroces la melodía de la composición. Hey Joni es punk, es high energy, es noise, es pop… iba a decir que es Sonic Youth. Providence es una breve pieza instrumental en la que el piano de Thurston Moore puntúa el sonido de la destrucción. Candle entronca con Teenage Riot y Silver Rocket en su condición de pop emblemático que no pierde su carácter a pesar de ser noqueado por los garabatos eléctricos y las estructuras sorpresivas de los autores de Dirty. Rain King significa el último asalto de la tercera cara, donde los probables ecos de hard y garage rock son sepultados por la abrupta personalidad de una banda que solo suena a sí misma, que resulta imparable y que no tiene rival. (Atención en especial a la genuina y feroz percusión de Steven Shelley.) La inmediatez de Kissability y sus tres minutos ejercen de inevitable contraste con el casi cuarto de hora de la trilogía que culmina ese proceso de indagación y certezas que supone cualquier trabajo de Sonic Youth (si bien las últimas se hayan hecho mayores conforme se ha ido afianzando su discurso). Los tres motivos que la componen (The Wonder, Hyperstation, Eliminator Jr.) bien pueden servir como epítome de todo lo que hasta entonces ha sucedido: la belleza y la fealdad —lo adivinó Picasso— formando parte del objeto artístico sin caer en contradicción alguna. El ruido y la melodía —palabras que ya han aparecido en este texto— interaccionan, sin planteamientos teóricos previos, en el formato tradicional de la canción rock. No hay consideraciones intelectuales que sostengan el edificio (lo que sí sucede muchas veces con la vanguardia del siglo XX), pues la música fluye rotunda y poderosa y nunca huye de su calidad de popular.
Independientemente de la riqueza y coherencia de la totalidad de su corpus y de que haya otros elepés de Sonic Youth que tengan el nivel de Daydream Nation, no se puede negar su categoría icónica y el que estemos ante una de las obras maestras absolutas del rock de los años ochenta, publicada curiosamente poco después del Tender Prey de Nick Cave y sus Bad Seeds y poco antes del Bug de Dinosaur Jr.: tres álbumes y tres grupos esenciales para entender ese magma alternativo que tornará exitoso en la década siguiente… aunque sin nombres por lo general tan conspicuos. Como el de los creadores del ambicioso doble que nos ha ocupado, desde luego que ninguno.
lunes, 15 de septiembre de 2014
Big Sound 2000
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jueves, 11 de septiembre de 2014
Go y A Swingin' Affair
Por mucho que nos empeñemos en parcelar la música, por muy recta y cabal que sea nuestra intención y —atención— por mucho que nuestra sanción sea inapelable atendiendo a los cánones que rigen la materia, la determinación y el poder de ciertos artistas en algunas ocasiones hacen vano nuestro esfuerzo informativo y, espero, formativo, ya se realice éste con la mejor de las intenciones o con ínfulas de pasar por erudito.
El Dexter Gordon que a finales de agosto de 1962 graba Go y A Swingin' Affair en el mítico estudio de Rudy Van Gelder es —ya lo han comprendido— uno de esos artistas. Volando tan alto como los genios con los que había coincidido en su juventud (Louis Armstrong y Charlie Parker), Gordon y sus acompañantes pintan un paisaje de hard bop (con los matices que haga falta) que nada debe a la estructura de dicho subgénero para lograr la maestría, sino al fraseo particular de cada uno de los instrumentos y su acción conjunta. O por decirlo con otras palabras: el hard bop (o el jazz) no es aquí sino una herramienta escrupulosamente respetada como tal para expresarse con total libertad aun sin salirse de los cauces que aquélla establece. Cierto: la escucha de Cheese Cake, el corte que abre Go, invalida las posibles paradojas de lo establecido y nos devuelve al primer párrafo y a los sustantivos "determinación" y "poder". El saxo tenor de Gordon pasea su autoridad apoyado por el piano de Sonny Clark y una base rítmica tan inspirada como la que forman Buth Warren (contrabajo) y Billy Higgins (batería). Pero esa autoridad se queda corta cuando derrama su sonido —tierno y dominante cual hombre enamorado de una mujer de bandera— en la escalofriante lectura de I Guess I'll Hang Out My Tears Out To Dry, demostrando que si de baladas hablamos a Gordon nadie le tose. En Second Balcony Jump cobran mayor protagonismo las excelsas teclas de Sonny Clark y Gordon continúa inmenso, aunque para mí sea un placer inigualable escuchar a Billy Higgins —henchido de groove y técnica— tocar sobresalientemente la batería. Las cosas siguen tan emocionantes y tan exquisitas en Love For Sale, acumulando belleza y argumentos sobre el original de Cole Porter. Where Are You? devuelve a Dexter Gordon a su particular grial del sentimiento a flor de piel, derritiendo su saxofón y al oyente indefenso ante esas notas embelesadoras. La sexta y última muestra de un talento inapelable nos la da Three O'Clock In The Morning, que cierra un elepé perfecto y abrumador acerca del cual uno diserta compungido, a sabiendas de que jamás sus palabras harán ni remota justicia.
Registrado dos días después de Go, A Swingin' Affair afirma las mismas idiosincrasias que aquél —no hay tiempo para revoluciones en cuarenta y ocho horas—, si bien su lustre es algo inferior. Nada significa esta afirmación, es mero cotejo obligado que se establece con uno de los discos más inspirados de la historia del jazz. La argumentación que encabeza este texto se mantiene incólume gracias a las bondades de los también seis temas que componen este excelente romance con el swing. Rumba y bossa nova marcan el ritmo de Soy Califa para arrancar, una pieza deliciosa en la que Dexter Gordon se divierte de lo lindo. Don't Explain sirve para que el autor de Our Man In Paris nos explique susurrante lo que el lenguaje no puede: la maravilla del amor siempre tan cercana a la congoja y a la destrucción. En You Stepped Out Of A Dream hay sitio para el lucimiento de Butch Warren y Sonny Clark, siendo sus solos realmente magníficos y elegantes. The Backbone es un composición de Warren convertida en espectáculo por el cuarteto de Gordon. Until The Real Thing Comes Along extiende las vibraciones de Don't Explain, romanticismo radicalmente hermoso y penetrante —extraído de las entrañas del saxofonista— que moldea nuestra sensibilidad a fuego lento. McSplivens es un colofón que mantiene la tensión en lo más alto, justa despedida de dos álbumes fraguados en el verano de 1962, pero también de un país —Estados Unidos— que Dexter Gordon iba a abandonar en breve para venirse a vivir a Europa durante casi quince años.
Algunos crean sus propias reglas; otros cumplen con las establecidas. Go y A Swingin' Affair nos hablan de una tercera categoría: la de los que las trasgreden al utilizarlas en la superficie pero subvertirlas en el fondo, haciendo de dichas reglas vehículo para la expresión más personal y contraria a lo que parece mantenerla. El caso de cuatro músicos encerrados en un estudio de Nueva Jersey hace medio siglo y comandados por un intérprete que nunca morirá mientras otro ser humano deje que sus labios y su boquilla le estremezcan contemplando una puesta de sol, caminado por las calles de su ciudad o recordando unos ojos verdes que una vez hicieron que el resto del mundo no tuviera importancia.
lunes, 8 de septiembre de 2014
Undercurrent
jueves, 4 de septiembre de 2014
Los mecanismos del miedo
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lunes, 1 de septiembre de 2014
La dolorosa fragilidad del amor
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En los antípodas de lo defendido por Angelopoulos, Joseph Mankievicz acusaba a Antonioni de deshonestidad intelectual e impostura artística, como si para el autor de La huella (1972) solo existiera un único tipo de narración, un único tipo de cine. Sin descartar la envidia, peca Mankievicz de un conservadurismo que —sinceramente— me sorprendió mucho cuando supe de él, pues siempre le he tenido por artista notable y persona cabal. Dicho esto, nuestra postura es la del gran creador griego —tan trágicamente fallecido en 2012—: Antonioni consigue plasmar en los fotogramas el tiempo, ordenar la realidad de su época a su manera, sin olvidar que por delante de tal ordenamiento siempre se levantará la barrera impuesta por los instrumentos cinematográficos: la ilusión orquestada por el demiurgo. La aventura, la película que encabeza la trilogía nombrada en el primer párrafo, es un ejemplo arrebatador de ello, pero también lo serán las dos que la completan y Blow-up (1966), Zabriskie Point (1970) o El reportero (1975), en lo que todavía a día de hoy se me antojan piezas de resistencia en un mundo —el del cine— vendido al mejor postor (por no decir impostor). Sin concesiones.
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