miércoles, 22 de julio de 2020

Crazy Feeling


Amante de los contrastes extremos desde los días de la banda madre (escuchen seguidas, por ejemplo, There She Goes Again y I Heard Her Call My Name), este single de Lou Reed de 1976 que hoy sacamos a pasear en Ragged Glory juega a dicha dualidad al juntar la canción que abría Coney Island Baby con Nowhere At All. El pop pizpireto de Crazy Feeling —deliciosamente puntuado por la slide de Bruce Kulick—, el del amor por Rachel, su conocida novia transexual, vive en un universo diferente al de la cara B del sencillo, rock duro a emparentar con Leave Me Alone, el tema de Street Hassle que Reed ya había registrado en versión primigenia durante las sesiones de Coney Island Baby. Dos composiciones notables pero bien distintas, pues, para disfrutar del autor de New York.


lunes, 20 de julio de 2020

Suspense y xenofobia en la América profunda


Autor de un cine comercial que garantizaba la diversión y la calidad, John Sturges realizó a lo largo de treinta años de trayectoria películas tan conocidas y gozosas (peores las últimas que las primeras) como Duelo de titanes (1957), El último tren de Gun Hill (1959), Los siete magníficos (1960), La gran evasión (1963) o Ha llegado el águila (1976). Sin embargo, su mejor largometraje en mi opinión ya lo había rodado en 1955, al ponerse detrás de la cámara en la inquietante Conspiración de silencio, brillante y conciso cruce de western y cine negro.


Recién terminada la Segunda Guerra Mundial, un hombre que ha participado en la contienda y encarna Spencer Tracy llega a un remoto villorrio llamado Black Rock en busca de un granjero japonés. La desmedida hostilidad con la que se encuentra —ambiente malsano de tintes kafkianos— es retratada por Sturges mediante un personal uso del cinemascope, fundamentado en la colocación de los personajes en la pantalla rectangular. La rareza que consigue transmitir se apoya, por supuesto, en la escalada de tensión prevista en el guion de Millard Kaufman y las sólidas interpretaciones de Tracy, Robert Ryan, Lee Marvin, Walter Brennan y el resto del reparto, pero es justo reconocer que su puesta en escena deviene esencial a la hora de dilucidar y sostener el tono del film.

Es obvio que la xenofobia (en este caso antinipona) es el tema central de la película, si bien dicha anomalía intelectual (o ignorancia cobarde) está profundamente vinculada al miedo cerval que se acumula en las comunidades pequeñas. El refrán "más vale malo conocido que bueno por conocer" bien pudiera ser el lema de estos grupos endogámicos que viven con sus miserias (sociales, culturales o criminales) y no quieren que nadie, ni siquiera un compatriota como el que interpreta Tracy, que ha defendido a su país con las armas, venga a hurgar en sus trapos sucios: ya se encargan ellos de lavarlos. El irrespirable clima de mezquindad e inmundicia, frente al que se alza el ciudadano honrado, queda perfectamente ilustrado por John Sturges, aunque su discurso no pueda evitar cierto prurito de superioridad de la urbe (cosmopolita y democrática) en comparación con el campo (conservador y rancio), superioridad que, así tal cual, podría ser tachada de demagógica y simplista. Reflexión a vuelapluma esta mía que merecería ratificación o refutación antropológica que supera mis conocimientos y en nada afecta a las muchas virtudes de esta Conspiración de silencio. O Un mal día en Black Rock, en traducción directa de su título inglés.


miércoles, 15 de julio de 2020

The Remains


Un solo disco de diez canciones que no llegaba a la media hora ha dado la gloria eterna a los Remains. En efecto. Publicado en 1966 justo después de separarse, The Remains es una obra maestra del rock and roll hecha de R&B y garage incipiente y compuesta por seis temas propios, tres versiones y uno escrito para el cuarteto de Boston, pero que suena cual uniforme cañón de música popular. La guitarra y voz de Barry Tashian, los teclados de Bill Briggs, el bajo de Vern Miller y la batería de Chip Damiani son un huracán eléctrico y rítmico sin apenas rival incluso en el momento más creativo de la historia del género.

La adaptación de Heart que abre el plástico, canción que Lynne Randell había publicado ese mismo año, comienza a medio gas psicodélico para acelerar en su segunda mitad, cual si de unos Animals norteamericanos se tratara. Similar estructura encontramos en Lonely Week-End, lectura en singular del tema de Charlie Rich, si bien aquí no aumenta la velocidad sino solamente la intensidad. Por mucho que nos esté gustando el disco, nada nos avisa de la inmensidad de Don't Look Back, maravilla pop que Billy Vera compone para los Remains y éstos interpretan con brío y elegancia insuperables. También sensacional es el primer corte escrito por el grupo con el que nos topamos, un Why Do I Cry del que se han escuchado ecos en montones composiciones posteriores. El Diddy Wah Diddy de Bo Diddley es la última versión del elepé, realmente lograda e integrada en el sonido de la banda.

La segunda mitad del trabajo vive únicamente, pues, de la pluma de nuestros hombres. You Got A Hard Time Coming, al igual que lo hará en 1967 el Break On Through (To The Other Side) de los Doors, bebe del What'd I Say de Ray Charles. Once Before y Time Of Day hacen que el garage rock se adueñe del álbum, en evidente contrapunto con Thank You, por ser una balada cocinada a fuego soul y stone y estar situada entre las dos. Say You're Sorry pone delicioso y muy melódico fin a una función breve y sin continuación* pero primorosa. Aun decisión arriesgada y discutible, no fue capricho o boutade de Juanjo Mestre situarla por encima de Revolver, Pet Sounds, Boom o Blonde On Blonde entre los mejores discos del año en su esencial guía 1050 discos cardinales.

*El cuarteto resurgirá a finales del siglo pasado y publicará un segundo elepé a principios de éste, Movin' On, que no he escuchado.


lunes, 13 de julio de 2020

Sublimación poética de la obra de John Ford


Antes de rodar Centauros del desierto (1956), John Ford era un maestro con una filmografía a sus espaldas difícil de igualar y que incluía títulos como La diligencia (1939), Las uvas de la ira (1940), Pasión de los fuertes (1946), El hombre tranquilo (1952) o Mogambo (1953). Después de su estreno, dirigiría varias películas que podrían situarle en lo más alto de su profesión: Escrito bajo el sol (1957), Misión de audaces (1959), El sargento negro (1960), Dos cabalgan juntos (1961) o El hombre que mató a Liberty Valance (1962). Sin embargo, es su adaptación de la excelente novela de Alan Le May la que hace de Ford el mejor cineasta norteamericano sin duda alguna. Los cientos de detalles y matices que surgen de la contemplación de cada uno de los planos, las alusiones y sugerencias de su puesta en escena y de lo que queda fuera de ella, su fotografía, los muchos asuntos abordados (del amor al racismo pasando por la venganza, la violencia, el individualismo o la creación definitiva de los Estados Unidos tras la guerra civil), su influencia en directores de todo el mundo y la interpretación mayúscula de John Wayne alzan a The Searchers a ese lugar único en que se hayan El Quijote o Las Meninas, por ejemplo, creaciones superlativas cuyo misterio y grandeza el tiempo multiplica.


Texas, 1868. Una puerta que se abre y otra que se cierra —corroborando la condición de eterno forastero o outsider, en el más certero vocablo anglosajón, de Ethan (Wayne)— parapetan un relato de dos horas que parte de un guion de Frank Nugent cuya estructura difiere de la de la novela en un elemento importante: los primeros veinte minutos no están en ella. Pero ese añadido nada significaría sin aludir a la auténtica disparidad entre libro y largometraje: el lenguaje crudo y realista de Le May frente a las imágenes poéticas y profundamente emotivas de Ford. No quiere decir esto que éste evite o niegue la dureza o que aquél sea zafio con su pluma, son maneras diferentes de abordar algo, y ambas con resultados muy positivos, si bien el autor de Caravana de paz (1950) llega más lejos en forma y fondo que el escritor que le sirve de inspiración. Desde su primer fotograma, Centauros del desierto —hermoso título castellano que, rara excepción, supera al inglés sin tener nada que ver con él— es una catarata de belleza contenida, de tensiones a punto de explotar, de pecados, manchas o arrepentimientos pretéritos que quedan apuntados. El amor que quizá pudo ser y no fue; el país que ya no será como lo soñaban los estados esclavistas del sur; el odio por la sangre india o mestiza; estos tres elementos clave quedan definidos en un arranque extraordinario que explica, sin justificar ni aplaudir, la aventura que llevará a Ethan y su (no) sobrino a la búsqueda inclemente durante varios años —obsesión, justicia y supremacía blanca de la mano— de la sobrina del primero, raptada por los comanches.


No deja a un lado John Ford su habitual, enriquecedor y necesario sentido del humor ni son vetados los lugares comunes del western, pero la comedia o el concepto "película de indios y vaqueros" se rinden ante el sentimiento trágico de la vida, que diría Unamuno, que inficiona de arriba abajo los rollos de celuloide. El enfrentamiento entre el invasor y el nativo, la colonización no deseada, está en la base del sufrimiento colectivo, al que hay que sumar los diversos sufrimientos individuales manifestados en las miradas perdidas que tan majestuosamente capta Ford de manera frontal, como la de Ethan —nostalgia pura— cuando se entera de que el rancho de su hermano ha sido probablemente atacado. Miradas y nostalgia que nos llevan, cual flecha india o bala blanca, minutos atrás en el film a dicho rancho y a la escena más inolvidable rodada por Ford para mi gusto. Una partida liderada por un reverendo desayuna junto con la familia de Ethan —recién llegado el día anterior de no se sabe bien dónde— antes de salir en busca de unos indios que al parecer merodean por la zona. Reproducción maravillosa y vívida de un fresco de la época, el desayuno concluye y los hombres y niños abandonan la casa dejando solos a Ethan, su cuñada y el reverendo, quien termina su café mientras ella recoge la capa del hermano de su marido y se la entrega. Suerte de ménage à trois espiritual y silencioso, el pasado envuelve durante unos segundos —comprimiendo años de existencia— a los tres personajes, evocándolo sin una sola palabra, tan solo mínimos gestos, y dejando en el aire insinuaciones sentimentales que pueden ser tantas o tan pocas como el espectador desee. El cineasta primitivo, curtido en el periodo inicial y silente del medio, ha perfeccionado su arte llevándolo a su nivel más alto sin perder la frescura (o la inocencia) fundacional. La mayor de las sutilezas no es amiga de los diálogos o los movimientos de cámara sino del espacio y el tiempo. Los que tan sobresalientemente maneja John Ford en esta enorme epopeya americana sin la que el mejor cine de Martin Scorsese, John Milius, Michael Cimino, Steven Spielberg o Paul Schrader no sería el mismo. Como dijo este último, "hay películas mejor interpretadas o mejor escritas, pero ninguna juega tan a fondo su baza artística como Centauros del desierto".


Nota: este texto está dedicado a mi querido amigo Jacinto García Noda, admirador infinito de Centauros del desierto.

jueves, 9 de julio de 2020

The Casanovas


Al contrario que Airbourne, epígono impersonal e inservible de AC/DC, los también australianos e influidos por las huestes de Angus Young Casanovas supieron ampliar su radio de acción desde el principio, como bien demostraba su debut homónimo de 2004. Efectivamente, The Casanovas no solo bebe de del boogie-woogie eléctrico de los autores de Powerage, sino que de la escucha de sus vibrantes canciones nos llegan asimismo, aun menores, ecos de ZZ Top, Aerosmith, Cheap Trick, Kiss, Celibate Rifles, Hellacopters y alguno que otro que se me escapa o dejo ex profeso en el tintero; fieras todas ellas del rock and roll, que es en definitiva lo que hacen, y muy bien, los Casanovas. Tocado con elegancia y ardor a lo largo de diez composiciones propias —de Livin' In The City a 10 Outta 10— que serán mejoradas en el segundo plástico de la banda, All Night Long. Nada nuevo, nada imprescindible, pero gozoso y hecho con calidad.

lunes, 6 de julio de 2020

Love's An Injection


Extraídas ambas de su tercer disco, Self Destruction Blues, las dos canciones de este perdido single de 1982 explican bien la bicéfala coyuntura en que se movían los Hanoi Rocks. Si sus influencias eran las de los New York Dolls, los Stooges, Alice Cooper, los Dead Boys o MC5, había también en el grupo de Michael Monroe y Andy McCoy un ramalazo pop que la producción de la época acentúa en Love's An Injection. Taxi Driver, sin embargo, muestra el lado más crudo de los autores de Oriental Beat, cercanos musical y líricamente al espíritu de los Cramps o The Gun Club. Queda claro que pocos, muy pocos, entendían el rock and roll como los finlandeses a principios de los años ochenta —ni perder la perspectiva comercial ni renunciar a su credo high energy— y sigue siendo un placer, en pequeñas o grandes dosis, volver a ellos para recordarlo.

miércoles, 1 de julio de 2020

Pierrot Lunaire


Consecuencia directa de sus trabajos e investigaciones atonales, el dodecafonismo stricto sensu al que se asocia a Arnold Schönberg no surge hasta los años veinte del siglo pasado. Pierrot Lunaire (1912), una de las obras esenciales del maestro austríaco, corresponde, pues, a ese periodo previo de ruptura atonal pero todavía no dodecafónico que al oyente neófito, no interesado o que no haya pasado de Bruce Springsteen o Beethoven parecerá igual de raro o, en el mejor de los casos, disonante.


Musica Schönberg aquí versos de 1884 del simbolista belga Albert Giraud, veintiún poemas para veintiún piezas breves vocales y de cámara cuya elegante apertura, Mondestruken (Ebrio de luna), casa sonidos y palabras de manera asombrosa.

"El vino que con los ojos se bebe,
por la noche la luna nos derrama en oleadas
y una marea inunda
el sereno horizonte",

arrancan los versos cantados/hablados por una soprano, informando del carácter profano de la obra. Imágenes bellísimas que hoy calificaríamos de psicodélicas,

"Oscuras, gigantescas mariposas negras
mataron el brillo del sol.
Como el libro sellado de un hechicero,
el horizonte duerme en silencio ",

tienen su complemento ideal en las notas para voz, piano, flauta, flautín, clarinete, clarinete bajo, violín, viola y violonchelo del autor de Moisés y Aarón. Notas desafiantes y protosurrealistas para describir a un personaje original de la comedia del arte que Giraud y Schönberg vinculan con la luna y que, en la línea de deconstrucción de la realidad, Juan Gris convertirá en pintura cubista y Raymond Queneau y Jean-Luc Godard en literatura y cine del absurdo respectivamente.


Partitura de radical vanguardia en un momento en que todo el arte está sufriendo transformaciones drásticas, la de Schönberg no deja de aludir a formas tradicionales dentro de su construcción rompedora. Unido esto a la pureza de la instrumentación y mi particular preferencia por la música de cámara frente a la sinfónica (interior contra exterior, románico contra barroco, digamos), se alza Pierrot Lunaire como uno de los hitos creativos del siglo XX y favorito personal entre composiciones de todo género y época.